Confesión

13.10.2013 01:05

-Padre, necesito confesar –susurra ella, arrodillada. El olor a incienso y cirios la agobia, el calor es una prisión, pero muy distinto al de la noche anterior. Podría salir, disfrutar del aire fresco que le trae las mañanas de primavera, pero se niega. Debe confesar, porque así la han educado. No imagina que el hombre que escucha al otro lado comete los mismos pecados que a ella la atormentan. Pero a él nadie lo juzgará por ello. A ella sí. Ella debe confesar.

-Te escucho, hija mía.

-Padre debo confesar que anoche viajé hasta el mismo cielo.  No morí para ello, tampoco fue un sueño, pero estuve allí. Anoche mis sábanas se empaparon de sudor, de mis labios se escaparon gemidos, suspiros, gritos... debió ser brujería, un hechizo maligno que se apoderó de mí, convirtiendo mi cuerpo en llamas. Si hubiera visto aquel temblor, padre, si hubiese oído los dulces sonidos que salían de mi boca… no puede usted entenderme sin haber tocado ese ardiente cuerpo que fue el mío. ¿Cómo se llega al cielo sin salir de la alcoba? ¿Cómo el más católico de los lugares, la habitación de una inocente muchacha, se transforma en un templo de placer, de pasión? Aún siento el calor en mis venas, el dolor intenso entre mis piernas. Jamás pensé que pudiera doler así, padre, de una forma que le da a una el mayor y el más intenso de los placeres.

Debo confesar que anoche llegué al cielo pecando, pero sobre todo, padre, debo confesarle que la escalera no fue otra que mi mano.

La penitencia es larga y tediosa, pero no protesta, sabe que la merece. Reza arrodillada, pide perdón una y otra vez, sin saber que aún en la esquina donde ha confesado, el hombre que la castiga limpia los restos de su pecado, esperando a que otra joven le relate cómo ha llegado al cielo sin salir de su alcoba. Y llegará, pronto otra pobre muchacha llegará. Y mientras que ella rece, él volverá a pecar. 

 

 

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