Capítulo 1

06.09.2013 04:01

-Se retrasa.

Candela miró su reloj infantil de pulsera y se sentó en el viejo banco, aquel donde a veces esperaba a su clientela. Era el único mueble en todo el jardín, había eliminado todo lo demás al comprar la casa. No necesitaba la mesa donde sin duda los anteriores dueños cenaban en las noches de verano ni la hamaca que había encontrado en una de las esquinas. No, lo que ella realmente había amado de aquel rincón de la casa eran los aromas, aquel perfume que sólo una gran variedad de flores puede crear. Y en especial la brisa, una agradable corriente que refrescaba su rostro y el de sus clientes cuando salía de la habitación. Candela no necesitaba nada más del jardín y así se lo había dicho a la vieja. La misma que ahora la miraba sin comprender.

-No hay nadie en la lista, niña.

La vieja revisó su libreta, encontrando la hoja del día vacía. No esperaban a nadie, al menos ella no esperaba a nadie, porque parecía ser que su jefa sí. Candela ignoró el entrecejo fruncido de su fiel secretaría y se puso en pie, acomodándose la blusa que dejaba entrever sus pechos. Tras echar otro vistazo al reloj, ladeó la cabeza y caminó por el humedecido césped, sonriendo con cierta diversión cuando la anciana la siguió, resoplando.

-¿Está encendido? –Preguntó mientras que cortaba un par de rosas y las olía. La vieja arrugó la cara, perdiendo la paciencia.

-Si no me avisa, niña, ¿cómo voy a encenderlo?

-Hazlo –se limitó a decir, mientras que paraba ahora junto al jazmín –llegará pronto, quiero que esté todo listo.

-Pero no esperamos a nad…

-¿Vieja? –Candela la interrumpió, traspasándola con sus ojos negros, como la misma noche. La secretaria refunfuñó y asintió, dirigiéndose hacia la casa, farfullando quejas y palabras desagradables, pero a su jefa no le importaba. Una vez había oído como la anciana la llamaba puta de las Mil y una Noches, pero en vez de tomárselo como un insulto se había reído y la había abrazado. Te subiré el sueldo, le había prometido y lo más raro es que había cumplido la promesa; sí, la había cumplido. ¿Por qué?, había preguntado. Ay vieja, todo el mundo teme a su jefe y lo insulta a escondidas, pero si me ofendes de frente es que no me tienes miedo, tengo mucha suerte y la había dejado allí, con la boca abierta y su recién aumentado sueldo en la mano. 

-¿Niña? –La vieja asomó la cabeza desde la puerta -¿qué debo echar?

-Rosas azules.

-¿Azules? ¿Por qué azules?

-¿Y por qué no?

La vieja suspiró y volvió dentro, si su jefa quería rosas azules, azules serían, a ella simplemente le daba igual. Salió al jardín y empezó a cortar las flores, poniendo mucho cuidado en ello, sabiendo que un mal corte estropearía el paisaje y eso conllevaría el enfado de Candela. Mientras podaba el rosal se preguntaba si lo suyo podía llamarse suerte. No todo el mundo podía trabajar para alguien que te subía el sueldo por insultarle y que sin embargo te despediría si cortases mal una flor. Cuando terminó se tomó unos segundos para observar a la excéntrica joven. Tan excéntrica como hermosa.

Era bella. Una de esas pocas mujeres que no necesitaba ningún maquillaje para serlo. Tenía el cabello rizado, largo hasta la cintura, siempre suelto, salvo cuando dormía. De un negro azabache, solía adornarlo con flores que ella misma cortaba, a veces jazmines, otras, claveles o incluso flores de almendro. Nunca adornaba sus ojos con esas sombras que usaban las mujeres de su edad, le bastaba con el negro intenso que atrapaba la mirada de cualquiera, ni tampoco se pintaba los gruesos labios. ¿Para qué iba a hacerlo si simplemente con su voz ya hacía gemir a los hombres y suspirar a las mujeres? Y luego estaba su cuerpo, tostado por el sol, curvilíneo, quizás demasiado curvilíneo para el siglo en el que vivían, donde las modelos que desfilaban por las pasarelas parecían enfermas. Pero Candela no parecía percatarse de que sus curvas no serían bien recibidas en un desfile, o sí lo sabía, pero no le importaba. Tenía unos pechos grandes, firmes y, al igual que el resto de su cuerpo, bronceados. La vieja los miraba con envidia, recordando los tiempos en los que los suyos también llamaban la atención de los hombres.

Pero a pesar de todo, aunque admirase el cuerpo de su jefa, había algo en él que detestaba y era el tatuaje de su cadera. Cualquiera hubiera pensado que la joven se tatuaría una flor, o una estrella, o incluso un pájaro, pero no, ella había dibujado en su cuerpo una espiral. Nada más. Pequeña. Poco llamativa. Insignificante. Y la anciana no comprendía porque había decidido estropear su maravillosa piel con algo tan feo.      

Interrumpió sus pensamientos al oír el tintineo de la verja. Candela no se movió, se sentó en el banco de nuevo y le lanzó una elocuente mirada. La vieja volvió a mirar hacia el camino de arena que conducía hasta la cancela y con las rosas en una mano y las tijeras en otra se dirigió hacia allí.

 

Él no se esperaba aquello. Le habían dicho que Candela era una mujer joven y guapa, no una vieja de aspecto antipático. Miró el número situado junto a la verja, no se había equivocado, era allí o eso, o le habían tomado el pelo. Esa octogenaria no podía ser la mujer a la que estaba buscando.

La vieja no se sorprendió ante el gesto de incredulidad del hombre, no era la primera vez que ocurría. Abrió y se hizo a un lado, invitándole a entrar. Él no se movió. Ella lo miró, impaciente.

-Es para hoy.

-Estoy buscando a Candela…

-Ha venido al lugar adecuado –replicó –vamos entre.

-Pero… usted no es… usted no puede ser…

-¿La preciosa joven que cuenta historias porno? –Se burló; él se sobresaltó, incómodo –No, no soy yo. Ella lo espera.

El hombre entró, aún sin estar muy seguro de ello. Una anciana malhumorada no era precisamente un buen augurio y aquello ya era de por sí bastante violento. Él no debería estar allí.

-No puedo acompañarle, tengo que preparar la habitación. –Se obligó a prestar atención a la mujer – Simplemente vaya por este camino de arena, no tiene pérdida.

Se marchó por el mismo camino a paso ligero, dejándolo sólo. Con un suspiró miró al cielo y entonó una plegaria en voz baja. Ardería en el infierno por esto. Pero merecería la pena por tal de volver a dormir.

 

-Lo estaba esperando.

Candela dio unas palmaditas en la madera, invitando al hombre a sentarse a su lado. Él no se movió, se limitó a frotarse las manos, sin saber que decirle. ¿Debía saludarla, darle el dinero y entrar en la casa o simplemente sentarse a su lado y disfrutar del agradable silencio? La joven que tenía delante lo ponía nervioso. No acostumbraba a tratar con prostitutas. Por qué lo era, ¿no? Así se llamaba a las chicas que cobraban a cambio de sexo y era uno de los nombres más suaves, los otros eran demasiado vulgares para pensarlos siquiera. Pero esa mujer no se acostaba con sus clientes, o eso le habían dicho. Quienes la conocían decían que ella hacía el amor con cualquiera, pero sin su cuerpo, a través de las palabras. Por eso él estaba ahí.

-¿Padre? –Respingó sobresaltado cuando la oyó llamarlo así. ¿Cómo sabía ella que era sacerdote? Una gota de sudor recorrió su frente, se la secó con el dorso de la mano, tragó saliva. Ir allí había sido una horrible idea, ¿y si la chica se iba de la lengua?, ¿y si alguien lo había visto entrar? Tenía que marcharse.

Cuando el hombre se dio la vuelta Candela no pareció sorprendida por su comportamiento, al igual que la anciana no lo había hecho cuando la había confundido con la joven. -¿Ya se va?

-No debería haber venido.

-Por eso está aquí –respondió –los hombres son mucho más felices cuando hacen lo que no deben. ¿Usted quiere ser feliz esta noche?

-No todo se reduce a ser feliz –murmuró, apartando la mirada de la tela transparente de la blusa. Ella se acercó a él, alzó la mano y lo acarició, suavemente, rozando su mejilla con la yema de los dedos. El sacerdote cerró los ojos, habían pasado varias décadas desde la última vez que disfrutó de la caricia de una mujer. Se sintió débil al aspirar su perfume, una mezcla de flores que suponía procedían del jardín.

Candela aprovechó el temor del hombre que tenía delante para evaluarlo. No era joven, ya había vivido la mitad de una vida, debía rondar por los cincuenta, pero no se conservaba mal. Le gustaba su cabello, castaño claro, teñido con algunas canas y también sus ojos, marrones pero lamentablemente tristes, nostálgicos. No se fijó en su cuerpo, hacía ya mucho que no lo hacía; se había acostumbrado a ver cuerpos desnudos, delgados, musculosos, obesos, era muchos los hombre y mujeres que iban a verla y ella no juzgaba. No le importaba el atractivo de sus clientes, no era importante para su trabajo. Ella sólo necesitaba una cosa y era descubrir sus necesidades más profundas y para eso le bastaba con examinar sus rostros. Nada más. Y ahora podía ver en él pena y verdadero dolor, una marca que sólo deja el desamor.

-La echa de menos –susurró compasiva –podría haberla tenido para siempre, pero eligió otro camino.

Es una bruja, pensó él, no encontraba otra explicación. Ella lo sabía todo y él… ahora se daba cuenta de que no sabía nada.

-¿Cómo lo…

-Si sólo quisiera desahogarse iría con una prostituta, Dios sabe que el placer de una piel caliente le daría una alegría a ese cuerpo célibe que tiene. Pero no es sólo eso, no sólo su cuerpo la echa de menos, también su corazón. Y su mente y cada sentido… -Hablaba en voz baja, sabiendo que compartían un secreto, una historia que nadie debía saber – Yo puedo ser ella esta noche, padre, podrá hacerle el amor y después olvidarla para siempre, será feliz y después cumplirá con su deber, eso es lo que quiere, ¿no?

-Usted ni siquiera sabe como era ella –contestó bruscamente. Hacerle el amor a la mujer con la que soñaba cada noche lo calmaría y quizás lo dejaría descansar, sí, pero Candela no era ella, ni siquiera se le parecía. Había sido una estupidez ir a verla y pensar que podría sustituirla con uno de sus cuentos.

-Pero usted lo sabe –parecía ajena a su tono enojado, no se percató de su ceño fruncido ni de como se había apartado de ella, como si su contacto fuera un horrible delito o peor, un pecado –y con eso es suficiente.

No dijo nada más, entró en la casa, sin dignarse a mirar si él la seguía o no. Caminó por el estrecho pasillo hasta llegar a la habitación de las historias, como la había bautizado. Apenas había abierto la puerta cuando el intenso calor la golpeó en el rostro, así como el aroma de los pétalos de rosas. Sin prisas comenzó el ritual, tenía tiempo mientras el siervo de Dios se decidía. Candela sabía que acabaría entrando y si no lo hacía mandaría a la vieja a por él. Pocas veces la requería para esos menesteres, sus clientes no solían arrepentirse, pero de vez en cuando la conciencia jugaba malas pasadas. Y por suerte para ella, la conciencia no tenía nada que hacer contra el mal carácter de una anciana.

Se acercó a la bañera, también perfumada con rosas azules y se desnudó, dejando a un lado la blusa, los vaqueros y la fina tela que cubría su intimidad. La bañera estaba separada del resto de la habitación con una cortina que la propia vieja había confeccionado para el negocio. La casa tenía un baño completo, pero Candela había hecho colocar en la habitación una tina de estilo antiguo. Nunca recibía a sus clientes en el agua, nadie la veía lavando su cabello ni acariciando su piel con la esponja con forma de estrella de mar que había comprado en una jabonería. No, su baño era un ritual privado y el único motivo por el que lo hacía allí es que la habitación tenía chimenea, y a ella le encantaba el olor de la leña ardiendo, el olor a candela, tan peculiar que no podía confundirse con ningún otro. Se tomó su tiempo para lavarse, quería estar perfecta, que cada centímetro de piel oliera a flores, que cada hebra de sus cabellos se impregnara del aroma de la chimenea. Su olor. Su esencia.

Al terminar tomó una de las toallas de algodón y envolvió su cuerpo en ella, tumbándose después entre sus suaves y mullidos cojines. Eran siete y todos diferentes, cada uno dedicado a un país distinto, decorados con monumentos y frases, en blanco y negro o sepia. Candela tomó su preferido, el de la Torre Eiffel y lo colocó bajo su cabeza. Después no hizo nada. Sólo esperó.

 

-¿Va a hacerla esperar más? –La vieja que lo había recibido se le acercó con paso decidido; el cura la miró de arriba abajo: desgarbada, con el pelo canoso y corto, los ojos azules y la piel arrugada, el tiempo no había sido amable con ella. Pero lo que más llamó la atención del hombre fue la expresión de su rostro. Le recordaba a su madre, de hecho estaba seguro de que era la misma cara que ella le ponía cuando se negaba a comerse los guisantes de niño. -¿Y bien? ¿A qué diablos espera?

-¿Usted entraría? –respondió con otra pregunta, transformando el enfado de la mujer en incredulidad. Ninguno de los anteriores le habían hecho esa pregunta, jamás.

-Yo no lo necesito –masculló –mi marido, que en paz descanse, me dejó bien servida y no necesito una bruja que me lo recuerde. Ahora haga el favor de entrar de una maldita vez, la niña se enfadará y eso no nos conviene.

-¿La niña? –repitió.

-Tengo casi ochenta años, joven, a mi edad cualquiera que no haya pasado de los sesenta es un niño.

-También la llama bruja –señaló.

-No quiera saber como voy a llamarlo a usted. Y ahora entre.

Se marchó, dejándolo allí plantado, murmurando palabras sin sentido. Y entonces se decidió.

 

-Empezaba a preocuparme –sonrió. Él no respondió, al ser consciente de la parcial desnudez de la joven se dio la vuelta, cerró los ojos y de nuevo susurró una oración. Aquella toalla era mucho más relevadora que la blusa que había llevado un rato atrás. Sobre todo porque al verlo entrar había desecho el nudo, cubriendo sólo sus muslos. -¿Quiere que me vista?

-¿Lo haría si se lo pido?

-Usted paga, si me quiere vestida, así me tendrá. Pero el efecto no será el mismo –contestó, con aire distraído, mientras que jugaba con un mechón de sus cabellos.

-¿El efecto?

-La desnudez forma parte del sexo, padre –señaló.

-Pero no vamos a…

-Yo no voy a hacerle el amor –lo interrumpió –mi voz se lo hará. Y usted se lo hará a esa pobre chica a la que le rompió el corazón.

Él tragó saliva, no esperaba una verdad tan directa y tan cruel, pero la bruja tenía razón. La bruja… un nombre despectivo que ningún buen hombre debería usar, pero a ella le sentaba bien. No era peor que prostituta, pensó.

-¿Ha conocido a la vieja? –preguntó. El hombre asintió con la cabeza, extrañado ante el repentino cambio de tema. -Tiene mucho carácter, ¿no cree?

-Y que lo diga… ¿por qué la tiene aquí?

-Alguien tiene que mantenerme con los pies en la tierra –suspiró –y es una excelente secretaria, nunca toma mal una cita. Y prepara la habitación con mucho mimo. ¿Le gusta cómo ha quedado?

-Muy… acogedora –musitó, mirando a su alrededor.

Al entrar en la habitación sólo había podido fijarse en la chica que esperaba medio desnuda sobre unos cojines, pero no había admirado el lugar. Aquel cuarto era una extraña mezcla de color, motivos florales y objetos colocados sin ningún orden. Echó un vistazo a las estanterías, plagadas de libros, cajas de música, máscaras de carnaval, antigüedades y objetos tan vulgares como tenedores o relojes despertadores. Se acercó también a la chimenea, sobria y sin ningún adorno ni trasto en la repisa; se apartó enseguida, en la habitación ya hacía bastante calor, pero acercarse al fuego era demasiado. Empezaría a sudar.  

-¿Tiene calor?

Negó, aunque sacó un pañuelo de su bolsillo para secarse la frente. Ella se levantó, dejando caer la toalla sobre los cojines y lo frenó. Él apartó la vista, centrándose en los pétalos de rosa esparcidos por el suelo. Era sacerdote, no debía mirar a una mujer desnuda. Pobre argumento si tenía en cuenta en lugar donde se encontraba.

-Use éste –Le pasó un pañuelo que había sacado de una cajita de madera pintada a mano. Lo cogió y se lo llevó a la cara, para dejarlo a varios centímetros de sus ojos. En el pañuelo alguien había bordado la figura de un hombre y una mujer, desnudos. La mano de él sobre el pecho femenino. Ella era rubia, cómo... – ¿Pasa algo?

-¿Por qué me da este pañuelo? –Candela lo miró, haciéndose la desentendida.

-Necesita secarse el sudor de la frente.

-¿Por qué éste? –exigió.

-¿Y por qué no? ¿No le gusta? ¿Prefiere uno de dos hombres? ¿Dos mujeres? –le ofreció.

Él decidió dejarlo pasar, guardó el pañuelo en el bolsillo derecho de su pantalón, tenía cosas más importantes en las que pensar que en un maldito pliego de tela.

-¿Y bien? ¿Va a empezar de una vez o no? –Inquirió.

Candela se encogió de hombros, ajena a su frustración y volvió a tumbarse, ocultando la sonrisa que se escapaba de sus labios al advertir que el sacerdote se negaba a mirarla desnuda.

-Relájese, no voy a comerle.

-Me sentiría más cómodo si se vistiera –suspiró, sin saber ya donde mirar.

-Su dios nos trajo desnudos al mundo –comentó mordaz.

-No me hable del jefe ahora.       

-¿Y de qué quiere que le hable?

-Usted sabrá –explotó -¿no es eso lo que hace? ¿Hablar y hablar y dejar a los hombres satisfechos? Pues empiece de una maldita vez. Vamos, déjeme satisfecho –la retó.   

Ella entornó los ojos, no le gustaba que le alzaran la voz. Extendió la mano, con la palma hacia arriba, él intentó cogérsela, creyendo que le pedía ayuda para levantarse.

-No quiero su mano –dijo, pero no se apartó.

-¿Entonces qué quiere?

-Que me pague –replicó -. No hago obras de caridad, eso se lo dejo a ustedes, yo cobro por mis servicios y por adelantado.    

El sacerdote se sintió culpable al oír el tono de mujer despechada en su voz, tan diferente a los susurros que había utilizado hasta entonces. Rebuscó hasta encontrar un billete y se lo pasó, esperando que fuera suficiente. Candela lo cogió y asintió sin hacer ningún comentario. Él intentó suavizar la situación.

-¿Cómo sabía que iba a venir? Yo no llamé para concertar una cita, ni siquiera sabía si venir o no.

-Eso no importa. Túmbese –le ordenó, señalando unas sábanas moradas colocadas en el suelo, junto a los cojines.

-¿Es una bruja? –bromeó, sintiéndose estúpido cuando ella resopló.

-¿Me rociaría con agua bendita si lo fuera? ¿O quizás probaría con un exorcismo?  

-Oiga…

-¿No quería que le dejase satisfecho? –Lo interrumpió –entonces túmbese, padre, y quítese la ropa. No querrá mancharla cuando termine.

-No voy a desnudarme –protestó, su voz sonando demasiado a la de un niño. Candela frunció el ceño, empezaba a perder la paciencia. Nunca un cliente había sido tan difícil.

-Puedo llamar a la vieja…

Él abrió los ojos de par en par, preguntándose que clase de mujer amenazaba a sus clientes con azuzarles a una anciana malcarada. Se cruzó de brazos, como un niño pequeño.

-No lo hará.

-¿Me está poniendo a prueba? Rezar no le va a servir de mucho si ella entra.

-¿Sabe qué podría irme de aquí ahora mismo?

-Ya me ha pagado –respondió con desdén.

-Es usted insoportable, ahora recuerdo porque elegí la castidad –murmuró entre dientes, mientras se desabrochaba el cinturón.

-Eligió la castidad porque querer a su amada era demasiado difícil. La sotana era la opción fácil, ¿verdad?

-Usted no sabe nada de mí –gruñó tras quitarse la camisa, deslizando el pantalón por las piernas hasta dejarlo caer al suelo. Ella esperó. –No me mire así, no pienso quitarme nada más.

-Lo necesito desnudo.  

-No.

-Ella estará desnuda para usted -susurró. Él no respondió. Por un instante, al discutir con Candela había olvidado el motivo por el que estaba en esa habitación. Ella. Su primer y único amor. La mujer que le hacía despertar cada noche, el recuerdo que lo obligaba a masturbarse hasta gritar su nombre, para luego sentirse culpable y frío. Miró a la morena que lo esperaba tumbada en sus cojines, eran muy diferentes. Su amada había tenido la piel clara, al igual que los ojos y el cabello, ésta era todo bronceado, hermosa, sensual, pero no tenía el brillo que lo había atrapado años atrás. Necesitaba verla de nuevo, darse una oportunidad de amarla de verdad, pero eso ya no era posible. Ahora sólo podía tener una pequeña ilusión. Un regalo de una noche. Y ese regalo sólo podía dárselo Candela.

Sin hablar, sin poder mirarla se libró de su ropa interior, notando como su miembro había reaccionado al recuerdo de la chica. Esta vez no se sintió incomodo, ni evitó la mirada de morena al acariciarse a sí mismo.  

-¿La amó alguna vez? –Candela siguió el movimiento de su mano por unos segundos, antes de mirarlo a los ojos. Él negó con la cabeza, sintiendo rabia, impotencia. Nunca la había tenido, sólo había disfrutado de unas pocas caricias, algunos besos inocentes y otros apasionados, pero nada más. Jamás había desnudado su cuerpo, ni había rozado con sus labios sus pechos o sus pliegues. Gimió al pensar en ello, apretó su erección con más fuerza, nunca la había deseado tanto.

-Arrodíllese –susurró -. Deje que yo le guíe. Hoy será suya.

Él obedeció, sin dudar, sin reparos. Se dejó caer sobre las suaves sábanas de seda morada en las que Candela hacía soñar a hombres y mujeres. En ese momento no se percató de los detalles que tenía bajo su cuerpo, no le importaba otra cosa que no fuera el deseo que lo estaba consumiendo. No vio que estaba arrodillado sobre nombres bordados con hilo negro en la seda, no quiso ver nada más allá de sus recuerdos.

-Piense en una pequeña habitación –Candela empezó a hablar, un voz baja, una caricia que lo hacía estremecer y abandonar sus pensamientos para centrarse en ella.

–No hay nadie allí, no hay nada, sólo una manta, blanca. Agáchese, arrodíllese junto a ella, acérquela a su rostro, huele a ella. Es su aroma. Su esencia. Lo nota, sus sentidos se percatan de su presencia, aunque no pueda verla. Ella ha estado allí, sobre esa manta, desnuda. Creo que pensaba en usted. Puedo verla recostada, jugando con su cuerpo, necesitada. Se pregunta donde está. Requiere su presencia, su piel arde, quiere que la toque, pero usted no está, y no puede esperar más, ha soñado con tenerlo sobre ella, sobre su cuerpo, dentro. Sabe que pronto aparecerá, pero se impacienta. Y eso la hace jugar.

Él no hablaba, sus ojos estaban cerrado, su mente y el deseo en esa habitación, viéndola sola, desnuda, jugando consigo misma. Siempre creyó que su fe era su bien más preciado, pero en ese momento la hubiera vendido por tal de haber disfrutado con ella de ese momento.

-Recuerde sus manos y vea como las lleva a su boca y humedece sus dedos, lamiéndolos, succionándolos, pensando en como será rodearle con sus labios, pero por ahora se conforma con sus dedos, lame uno, después otro y luego recorre su cuerpo con ellos. Hay mucho donde jugar, el cuerpo de una mujer esconde miles de lugares que acariciar. Imagine sus pechos, sus pezones, endurecidos por el deseo y el anhelo, el saber que pronto estarán juntos. Mire como juega con uno, haciendo círculos, pellizcándolo muy suavemente, escuche como un pequeño gemido escapa de su garganta. ¿No desea ser quien bese ese pezón? ¿Tenerlo en su boca hasta hacerla suplicar?

-Sí… -Lo deseaba, quería ese pecho, beber de él hasta saciarse pero la espera era deliciosa. La veía disfrutando de sus manos y quería alargar ese momento, era hermosa. Tanto como la recordaba. Como la soñaba.

-Le duelen los pechos, necesitan otro cuidado, otro consuelo que sólo su hombre puede darle; mientras lo espera vuelve a mojarse los dedos, dibuja en su vientre, se entretiene, la humedad sobre la piel caliente la hace estremecerse, quiero que oiga su jadeo, vea como sus labios forman una o, siga el recorrido de su mano, como se esconde entre sus piernas. ¿Cree ahora que la lujuria es un pecado? –pregunta con voz ronca.

No respondió, volvía a masturbarse, despacio, con la imagen de ella haciendo lo mismo. ¿Pecado? No le importaba quemarse en el infierno, arder le parecía una promesa, no un castigo. Quería quemarse con la chica que Candela dibujaba con su voz.

-El clítoris está hinchado, desesperado por que alguien lo calme, ese alguien puede ser ella… o usted.

Quería ser él, lamerla allí, besarla, darle el calor y los cuidados que nunca le había dado. Fue un cobarde al dejarla, se dejó llevar por el miedo, por lo que él creía que era vocación y se marchó, dejándola sola, la abandonó. Pero estaba allí, los dos juntos, casi podía tocarla, podía olerla, escucharla. Esta vez no la dejaría. Por una vez sería valiente. La amaría.

-Vuelva al momento en el que está solo en la habitación, ya no hay nadie, sabe lo que ha pasado entre esas cuatro paredes, pero ahora ella no está, sólo queda su aroma, el olor a…

-A mar –terminó él; ella siempre había olido a mar. Recordó las noches en las que la había espiado paseando por la orilla, aquellos primeros días antes de acercarse a ella y atreverse a hablarle. Podía ver el agua acariciando sus pies, se imaginó a sí mismo como si fuera el mar, rozando la piel con sus manos, su nariz, sus labios.

-Es un olor especial –sonríe -. El mar es libre, inmenso, un cofre que encierra miles de tesoros.

-Así era ella –susurró -. Quiero poseerla. Deje que la haga mía.

-Ha vuelto –respondió a su súplica -. Sólo tiene que darse la vuelta y abrazarla. Está con usted, desnuda, mojada, acaba de bañarse en el mar, si la besa ahora, si recorre su piel con su boca, podrá saborear la sal.

Eso hizo. Se dejó llevar por la voz de Candela, su guía y recostó al objeto de su deseo de nuevo sobre aquella manta. Lamió la tierna piel de su cuello, sintió la sal en su lengua, tal como había esperado. La oyó gemir, rogar por más.

-Debe darle lo que quiere, ha esperado mucho para esto, pero vaya lento. Si no recorre cada rastro de piel con sus labios, si sus manos no descubren cada lunar, entonces no le habrá hecho el amor. Deje su cuello y juegue con sus pezones, apodérese de ellos, recuerde como ella jugaba, imite lo que hacía. Acepte sus caricias, porque ella también quiere poseerlo. Sienta como su mano se apodera de su miembro. Le pertenece.

Gimió, concentrado en aquella mano femenina, dejándola hacer. Besó sus pechos, hasta que la sintió retorcerse y entonces la hizo parar. Vio su mirada, confusa, la acarició, la besó, se adentró en la boca añorada hasta dejarla sin aliento.

Candela no perdía detalle de cada gesto, cada gemido. Siguió hablando, sin abandonar ese susurro que se metía dentro de la piel; se incorporó, queriendo calmar un poco el calor que sentía al imaginar los besos y las caricias prohibidas de aquellos dos amantes. Podría acariciarse, él no lo vería, hacía rato que había dejado aquella habitación y había volado hasta donde estaba ella, pero Candela jamás se daba placer cuando contaba una historia. Porque esas sensaciones no le pertenecían, nunca serían suyas, aquella ilusión que narraba era para el sacerdote que yacía a su lado, no para ella.

-Abandone su boca, regálele esos besos que siempre ha querido darle y vuélvala la loca, pero no pare, no hasta llegar a esa humedad. Es lo que ella desea. Y lo que desea usted. Ahora, es suya, enloquézcala y deje que ella le haga perder la cordura.

Él casi perdió el control cuando la oyó gritar; disfrutó de los pliegues ardientes, se perdió en su sabor, enloqueció deseando tomarla. Ella gritó su nombre y él tembló al sentir como se derretía en su boca.

-Ahora.

Ella no añadió nada más, sólo esperó, leyendo las imágenes que él dibujó en su mente, sin necesitar su ayuda. Lo vio penetrarla de una sola vez, sintió su dolor cuando las uñas femeninas se clavaron en su espalda, el placer que aquellas heridas le proporcionaba.  Escuchó él te quiero que murió dentro de la boca de ella, los sonidos de las pieles húmedas chocando, los jadeos y los gemidos de ambos cuerpos. Él pronto terminaría, la ilusión se iría y antes necesitaba algo. Aquello por lo que realmente había ido allí, su verdadero deseo.

-Aún no –lo calmó -. Ella puede esperar un poco más, pronto llegarán, se liberarán,  juntos, pero primero debe darle lo que realmente quiere. Ha venido a por algo. Escúchelo. Deje que se lo diga y después libérala.

Lo oyó. No necesitó rogar por ello como hacía en cada sueño, no lo escuchó en la voz de Candela, sino en la de ella, su mujer con sabor a mar. Lo perdonaba. Lo dejaba ir. Era libre. Sintió como una lágrima resbalaba por su mejilla y entonces se dejó llevar. Ella lo había liberado de su castigo. Y él la liberaría ahora. Con su cuerpo, su boca, su alma.

 

Candela jamás olvidaría el grito que resonó por toda la habitación cuando aquel hombre se dejó ir. Recogería el nombre que se había escapado de sus labios y tras lavar las sábanas lo bordaría con primor. Adriana. Aquella que viene del mar.

Volvería a ver al hombre, tiempo después, pero nunca más lo tendría al calor de la chimenea. Recogería los pétalos azules y los guardaría en un cofre, para hacérselos llegar sin ninguna nota, ninguna palabra. Sería su regalo, porque sabía que tras esa noche él no guardaría el pañuelo que le había prestado. Pero al menos tendría un recuerdo. Pétalos azules, como el mar. Como los ojos de aquella chica.

Lo dejó ir, sabiendo que por fin él podría vivir en paz.

 

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