Junto a los leones (Continuación de "Partida de Ajedrez")

08.10.2013 00:33

-¿Queríais verme?

La hermosa reina se apoyó en una de las muchas columnas del patio. Muley Hacén no respondió enseguida, se tomó su tiempo para acariciar la cabeza de uno de los doce leones que custodiaban la fuente central del patio, suspiró, viéndose viejo como nunca antes se había visto y habló, sin mirarla, sin dedicarle la atención que sólo los leones tenían. Pues ya sólo en ellos, al no tener alma ni poder, podía confiar.

-¿Os he dicho alguna vez lo mucho que amo este patio?

-Es hermoso –repuso ella, acercándose, intrigada. Era la primera vez que el rey le hablaba sin mirarla a los ojos, algo que no comprendía.

-¿Recordáis la primera vez que lo visteis?

Jamás lo olvidaría. Cerrando los ojos podía ver aquella escena una y otra vez, como si apenas hubiera pasado el tiempo. Se veía a sí misma como la noble cautiva por los infieles, la joven asustada que temía morir o acabar entre las sábanas de un sarraceno. Y entonces, tras días de incertidumbre, alguien le dijo que el rey la esperaba en el patio y que debía estar lo más hermosa posible. Allí la llevaron, de nada le sirvieron sus ruegos, sólo silenciados al ver la belleza de aquel lugar. Nadie le había hablado de la calma del patio, del dulce sonido del correr del agua que si bien acompañaba en todo el palacio, allí conseguía un encanto único, ni por supuesto de los doce leones que llamaban la atención de cualquiera que entrase y quizás sin motivo, pues la belleza se repartía por todo el patio por igual. Isabel había creído que sus ojos la engañaban, pues no creía posible que unas manos sucias e infieles hubieran construido tal hermoso lugar. Y fue allí donde se prometió que aceptaría cualquier cosa que Dios le impusiera, pues nada sería suficiente pago por tan preciado regalo.

Fue también en aquel patio donde el rey la tomase de la mano para llevarla a su lecho, susurrándole al oído que la quería no como su esclava, sino como su reina. E Isabel, que pronto entendió que su belleza había nublado el juicio de aquel hombre, respondió dejando atrás su antiguo nombre y convirtiéndose en el Lucero del Alba, Zoraida, la favorita del nazarí. Y la odiada por la primera esposa, aquella que nunca más pudo tener el amor de Muley Hacén.

-Mucho ha pasado desde aquel día –murmuró él -. Vos seguís tan hermosa… mas miradme a mí, pocos años quedan para que Él me llame.

-No habléis así, os lo ruego –dijo, rozando su hombro con caricias calmantes. Zoraida mentiría si dijera que no sentía afecto por el que una vez fuera su captor y la había convertido en reina, enseñándole los placeres prohibidos para todas las cristianas de bien. Su rey se volvió, enfrentándola, los ojos agotados, tristes, apagados.

-¿Sabéis que dicen de vos en palacio? –Ella negó, aunque lo sabía bien. Como bien sabía que su posición en la corte nazarí corría gran peligro si Boabdil derrocaba al rey.

-Dicen que me hicisteis enloquecer –susurró -. Que olvidé todo un reino por una sola mujer. Decidme, mi dulce esposa, ¿valen más vuestras caricias en mi lecho que este palacio? ¿Qué Granada?

Palideció. ¿La culpaba a ella de sus desdichas? Ella, que sólo le había dado el consuelo, el afecto, la pasión que la otra no había podido darle. ¿Acaso el rey había dejado de amarla?

-Sólo el Paraíso tiene más valor que vuestro reino –dijo al final. Él clavó sus ojos en los de su esposa. Zoraida no sólo era bella, sino inteligente, sabía que palabras usar para salir airosa. Quizás así había sobrevivido en la corte que al principio le resultara extraña.   

-¿Debería entonces dejaros en tierras cristianas y olvidaros? ¿A vos y a nuestros hijos? ¿Por Granada?

No pudo sostener su mirada, apoyó las manos en la cabeza de mármol del león más cercano, dejando que sus lágrimas fueran a morir a la fuente. ¿Qué sería de ella si volviera como cristiana? Quizás la recibieran con la alegría de quien recupera un tesoro perdido o quizás… la odiaran por haberse entregado a un infiel.

-Si así vos lo veis necesario –dijo sin apenas voz.

-Os dejaríais ahogar en esta fuente por tal de no levantar mi furia, ¿me equivoco? –suspiró.

Zoraida alzó el rostro, oyendo o creyendo oír por un instante el tono de hombre extasiado que tantas veces usara con ella. Quizás aún hubiera una esperanza para una reina cautiva.

-Si me ahogara no disfrutaríais de vuestra esposa, mi señor –le recordó, la voz sensual, a semejanza de otras mujeres de la corte. Así lo había aprendido de ellas y pronto había comprendido que si quería ocupar realmente un lugar en aquel palacio, debía enamorar al rey cada día y noche. Y éste, ya cansado de tantas intrigas podría haber dejado de amarla, pero aún la deseaba.  

-¿Pero no acabarían mis preocupaciones sin vos? ¿No dejaría mi esposa Aisha de buscar mi ruina si le dijera que ella vuelve a ocupar mi corazón? ¿Acaso no calmarían sus recelos? ¿Qué debo hacer, mi buena Zoraida? No juguéis más conmigo.

-Sólo quiero amaros y serviros como una reina sirve y acompaña a su esposo –respondió ella, haciendo gala de la inteligencia que tanto admiraba el rey -. Si creéis que vuestra paz y la del reino sólo puede ser recuperada perdiéndome a mí, decidlo, mi señor y os juro por el Profeta que mañana mismo me tendréis muerta.

Él entrecerró los ojos, preguntándose por qué Alá otorgaba tanta habilidad de palabra a las mujeres.

-Mi señor… -susurró, llevando su mano hasta su pecho, acariciándolo por encima de las vestiduras -. Aún tenéis tiempo para pensar que hacer conmigo, Alá os guiará… mas esta noche, dejadme amaros como bien os merecéis.

-Zoraida…

-Shh –lo calló, acariciando sus labios con un solo dedo, lleno de promesas -. Llamadme Isabel, mi señor. Sed mi captor esta noche, que yo seré vuestra esclava.

Y una vez más, el rey enloqueció, sin saber que tiempos después algunos se preguntarían ¿tan bella era esa mujer que competía con la misma Alhambra?

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