El nacimiento de los seres humanos

02.10.2013 23:14

Este relato forma parte de una nueva historia que estoy escribiendo. De aquí a que la termine el relato lo habré cambiado veinte veces, pero la idea principal seguirá siendo la misma. 

 

Esta historia que aquí y ahora voy a narrar trata sobre la más bella historia de amor que jamás los hombres podrán imitar, historia marcada por las penas y la desdicha. Bien saben vuestras mercedes que hubo un tiempo, ya muy lejano, en que en nuestra amada tierra convivían los dioses con los animales, más no había aún presencia humana. Tampoco la tierra era la misma, pues no había mares ni ríos y el agua que dioses y animales bebían no era otra que las lágrimas que una de las más bellas diosas derramaba, pues desde tiempos inmemorables sufría un cruel castigo que su padre le había impuesto. Más no es la historia de esta desdichada la que aquí nos concierne, sino la de otra, que también sufrió como ella o puede que incluso más.

Era esta diosa la más hermosa de toda la tierra, pues así lo habían querido sus padres, señores del valle donde vivían, amados y a la vez temidos por todos lo demás. Su madre había envidiado tanto la luz del Sol que había suplicado a su esposo para que tomase uno de sus rayos y con él habían bañado el cabello de la pequeña recién nacida. Fue el dios quien quiso que la piel de su hija tuviera la blancura de la que sólo la Nieve podía presumir y así tomó un puñado y sopló sobre el cuerpo de la niña, volviéndolo de un hermoso color que haría las delicias de todos los demás dioses. No estando aún satisfechos, volaron juntos a tomar un trocito del Cielo que a veces orgulloso, a veces tímido y oculto tras las nubes, se aparecía ante ellos. Dejó el Cielo que lo tomasen, pues no había mayor honor para él que ser apreciado por la pareja divina y sonrió orgulloso cuando vio su color reflejado en los ojos de la criatura. Faltaba aún embellecer su boca y para ello la diosa se pinchó en un dedo y pintó los labios con la sangre divina, volviéndolos de un rojo intenso, ese que siglos después volvería loco al que sería el causante de sus desdichas pero también de su felicidad.

Creció esta niña divina junto a sus padres y hermanos, quienes no habían sido bendecidos con la hermosura pero sí con otros dones. Así, el mayor era una fuente de sabiduría y el segundo podía presumir de fuerza y valor y a menudo se los veía en el valle discutiendo y tratando de probar cual era el don más preciado. No debemos olvidar a las hermanas, trillizas, nacidas unas lunas antes de nuestra Diosa. También a ellas los dioses habían otorgados sus dones, recibiendo un corazón justo la primera, el deseo apasionado la segunda y la astucia la tercera. Se las veía competir cada día, dejando a menudo a la nueva hermana jugar con ellas.

Debemos avanzar en el tiempo y dejar atrás la infancia de la diosa, pues poco se sabe de ella, salvo que fue feliz y dulce como la de cualquier niño.

Es sabido que los dioses, para unir sus almas y cuerpos con otros, deben ser bendecidos por sus progenitores, pues cualquier otra cosa los ofendería y los hijos tienen el amor y el respeto por sus padres por encima de todo capricho, amor o deseo. Más fue la Diosa, y aquí comienzan sus desdichas, la primera, o eso dicen nuestras Leyes, que rompió tan sagrada tradición.

Algunos dicen que se enamoró con la pasión que sólo su hermana podía sentir, otros creen que fue embrujada, más lo que todos consideran como cierto es que cuando vio por primera vez al que sería su compañero de vida no volvió a haber sol para ella. Dicen que se amaron durante días y noches, pues ni sus cuerpos, ni sus mentes ni sus almas se saciaban. Nadie sabe como es este dios afortunado al que todos llamamos Santo Esposo, pues tampoco sabemos su nombre, pero sí podemos decir que nuestra Madre lo amó con locura, entregándose a él con tal desenfreno, que no sintió ni comprendió que estaba siendo observada por el Sol y el Cielo, quienes vieron en aquel acto de amor, la mayor traición cometida, pues no había sido aquel dios bendecido por los padres de la diosa.

Fue una noche, después de tantas de amor y dicha, cuando decidió regresar a su hogar, pues como buena hija que siempre había sido, necesitaba contar con la aprobación de su bien amada familia. Más, pobre de ella, cuando llegó ya el Cielo y el Sol había hablado con el dios, quien al verla, no fue a abrazarla ni la besó en el pelo como siempre hacía, sino que la despidió con las más crueles palabras que una diosa e hija haya podido escuchar:

-Tú, niña ingrata, con tu indigno comportamiento no has sabido apreciar el amor y las bendiciones que tu pobre madre y éste dios que habla te dieron. Es decisión mía y así lo ordeno y exijo cumplir que tus hijos, esos que tendrás de tu despreciable unión, sean seres débiles y no eternos, pues así te verás obligada a verlos desaparecer y sentirás el mayor de los dolores al ver como uno tras otro irán marchándose de tu lado. Ahora vete y vive con tu vergüenza.

Quiso la Diosa explicarse, rogó y lloró, más nada ya podía hacer, pues había despertado la furia del dios. Miró a su madre por última vez y ésta le volvió el rostro; tampoco ella entendía como su niña adorada había traicionado a su familia. Nada dijeron los hermanos, quienes la vieron partir y la dejaron ir con su esposo, sabiendo que nunca volvería a ser la misma.

Llegó ella hasta donde la esperaba su compañero, se echó a sus brazos y entre lágrimas le contó lo ocurrido. Nada pudo doler más a la pareja que saber que sus hijos estarían malditos y que un día tendrían que verlos marcharse y juntos lloraron durante meses y años, hasta que cansados de lamentar su triste destino, decidieron que si bien no podían volver a amarse, pues no querían tener hijos que perder, podían al menos hacerse un regalo donde vivir su desdicha sin que nadie más los juzgase.

Así, se tomaron de las manos y recurrieron a la única diosa que sabían los comprenderían, pues también ella había sido castigada por el hombre que le dio la vida. De rodillas y con la voz humilde, suplicaron a la diosa que les entregase unas cuantas de sus lágrimas, pues la necesitaban para crear una morada. No comprendió la llorosa lo que les pedían, pero nada le importaba y tomando una vasija la llenó de su llanto.

-Tomad, son vuestras.

Tomó la Diosa estás lágrimas y con ellas creó un hermoso espacio en el que viviría junto con su Santo Esposo y como echaba de menos la belleza de los animales y las flores que había en la tierra, lo llenó de hermosas plantas y pequeños animales. Así creó la Diosa el mar.

Más Él no quería desligarse de su amada tierra, a la que tanto añoraba y para ello comunicó tierra y mar a través de pequeños caminos de agua, llenando el mundo de estos. Y así, nacieron los ríos.

Fue feliz a pesar de su pena la pareja durante milenios, pero nada podía quitar aquella espina en el corazón de la Diosa que sabía del nacimiento de los hijos e hijas de sus hermanos, pues algunos animales del mar habían aprendido a vivir en la tierra y así le contaban las buenas nuevas que sucedían allí. Fue una tarde en que la oyó llorar su compañero cuando Él no soportó más verla con la pena y quiso darle un último día de pasión. Yació con ella mientras el Sol brillaba con fuerza allá sobre la tierra, la tomó de nuevo durante la noche y también al amanecer y juntos se prometieron aceptar su destino y amar a los hijos si vinieran, aunque no pudieran conservarlos para siempre.

Y así, de este compromiso, nacieron tres niños y tres niñas. Los primeros tenían la piel clara, como la luz del día en que la pareja se había amado; los siguientes nacieron con el cabello, la piel y los ojos oscuros, tal como era la noche que despertaba a los enamorados; nacieron también dos pequeños con la piel amarillenta y los ojos rasgados, fruto de la pasión durante el amanecer, cuando una vez más el deseo venció al cansancio que ya poseía a la Diosa. Tras un día de pasión y amor, nacieron los humanos.

Pero no acaba aquí esta historia, pues el final es aún más triste. Eran felices la pareja con sus hijos y llegó esto a los oídos del dios, quien enloqueció de ira al ver como su maldición no lastimaba a la Diosa. Fue tal su crueldad, que ordenó que los niños, sus nietos, dejasen de respirar bajo el agua y aterrados tuvieran que salir a la tierra. Lloró la Diosa de pena al saber que jamás volvería a verlos, pues su padre había ordenado también su muerte si osaba salir del mar.

Más aún quedaba un poco de esperanza para estos pobres inocentes. Sus tíos, quienes no podían evitar amarlos, quisieron bendecirlos y les entregaron parte de sus dones, aunque los escondieron por toda la tierra y les invitaron a buscarlos, como si de un juego se tratase. Por ello algunos humanos son sabios, otros valientes y honrados, los hay también justos, algunos astutos y unos pocos apasionados. También llevaban en su sangre el amor, heredado de la Diosa y  desgraciadamente el odio, transmitido por la sangre de quien fuera su abuelo.

Dicen que los humanos se amaron entre ellos y poco a poco fueron poblando la tierra, y los dioses, envidiosos pues ellos jamás fueron tantos, decidieron dejarlos allí y fueron a vivir con el Sol y el Cielo, más no los abandonaron del todo, pues todavía a veces les recuerdan su presencia, con lluvias, temblores de tierra u otros males que no son sino el signo de su presencia y poder. Sólo quedó en la tierra la diosa que llora, pues ella amó a los humanos y quiso quedarse allí para poder darles de beber eternamente.

Aquí acaba la historia de como nacimos, aunque debemos señalar algo más. Y es que antes de partir, la madre de nuestra Madre, nuestra abuela, se compadeció de su hija y le otorgó un último don. Permitió entonces que los humanos pudieran volver a encontrarse con ella y con el Santo Esposo, allí bajo el mar, pero siempre cuando hubieran respirado el último aliento. Y es por eso por lo que después de morir, nosotros volvemos con nuestra Madre y vivimos a su lado, en el mar.

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